In the heart of sacred Scripture lies a haunting cry: “Darkness is my only friend” (Psalm 88:18, NCV). This final line of Psalm 88 echoes across time and space, unsettling readers and comforting them in equal measure. Unlike most psalms of lament, which conclude with affirmations of trust, Psalm 88 ends in silence, isolation, and unrelenting despair. Yet this absence of hope makes it one of the most necessary texts in Scripture.
In a world that equates faith with joy and optimism, Psalm 88 asserts that even the faithful can be overcome by sorrow and depression. This psalm validates suffering, sanctifies crying out—even when no answer comes—and insists that faith sometimes means simply enduring.
Half of the psalms express lament, but Psalm 88 is unique in refusing to pivot toward hope. Its refusal is sacred. The psalmist prays persistently despite feeling abandoned. Belief, here, is not rejoicing but surviving. Darkness is not faithlessness but part of the struggle of faith.
Modern readers recognize in Psalm 88 the voice of depression: isolation, despair, a sense of abandonment. Depression distorts perception, convincing sufferers they are unloved. Yet Psalm 88 affirms that such feelings belong within faith. They must be named without shame.
Religious communities often wrongly view depression as lack of faith, urging people to “pray more” or “be grateful.” I’ve heard those words of advice so many times being said to those so very close to me. Prayer and Scripture matter, but they are not substitutes for therapy and medical care. Just as cancer patients need treatment, so do those with depression. Mental illness is real, complex, and often requires therapy, medication, and community support.
The psalmist’s prayer is not a solution but a struggle for survival—a frayed thread that still connects to God. This is radical faith. Luther spoke of Deus absconditus, the hidden God who seems absent yet works unseen.1 The crucifixion mirrors this: Jesus cries, “My God, my God, why have you forsaken me?” (Mark 15:34), showing that even despair is sacred ground.
How should the Church respond? First, we need to break stigma. Depression is not a moral failure but a medical condition. Second, encourage professional help. Third, cultivate vulnerability. Leaders who share their struggles dismantle shame. Fourth, embody God’s love for those who cannot feel it. Presence itself can be holy—showing up, sending a text, reminding someone they matter, keeping them in our prayers.
Churches must be aware of local resources and crisis lines, treating referral as pastoral care. Seek help when depression interferes with life, relationships, or hope. Even if you feel unworthy, you deserve help. Psalm 88 ends in darkness, but our lives need not. Help exists. Hope exists. Sometimes it begins with one step: telling a friend, “I need help.”
Faith does not deny darkness but insists darkness will not have the last word. Psalm 88 teaches that darkness is not incompatible with belief. It is part of the journey—a place faith must travel. Some of the deepest faith is forged in uncertainty. I love the quote in Conclave: “Our faith is a living thing precisely because it walks hand in hand with doubt. If there was only certainty, and if there was no doubt, there would be no mystery, and therefore no need for faith.”2
While our beliefs emphasize health, they often neglect mental health. The Church must develop a theology of the broken, acknowledging pain and embracing doubt. Jesus came for the sick, wept at Lazarus’s tomb, sweated blood in Gethsemane, and cried out from the cross. His resurrection redeems suffering but does not erase it.
To follow Christ is to walk with others in pain, carry each other’s burdens, and sit in the darkness whispering, “You are not alone.” Psalm 88 remains in Scripture because it tells the truth: sometimes darkness is all we see. Yet its inclusion means such moments are not beyond God.
To the suffering: you are not forsaken. Your pain is not proof of God’s absence. It is one with the psalmist’s cry, Christ’s prayer, creation’s groan. To companions of the suffering: let your presence remind them that love remains, help is possible, and they are not alone.
Darkness may feel like a friend, but it is not the only one. In Christ’s body, we find companions who stay. And in time, the God who seemed hidden may be seen again. Until then, we lament, hope, and hold on.
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Alberto Valenzuela is the associate director of communication and community engagement for the Pacific Union Conference and editor of the Recorder.
1 Bobby Grow, Deus Absconditus, “God With Us,” March 26, 2010, https://growrag.wordpress.com/2010/03/26/deus-absconditus-god-with-us/.
2 Robert Harris, Conclave (New York, Vintage Books, 2024), p. 135.
Cuando la oscuridad habla
Por Alberto Valenzuela
En el corazón de las Sagradas Escrituras se encuentra un clamor inquietante: «Las tinieblas son mi único amigo» (Salmo 88:18). Esa línea final del Salmo 88 resuena a través del tiempo y el espacio, inquietando a los lectores y consolándolos en igual medida. A diferencia de la mayoría de los salmos de lamento, que concluyen con afirmaciones de confianza, el Salmo 88 termina en silencio, aislamiento y desesperación implacable. Sin embargo, esa ausencia de esperanza lo convierte en uno de los textos más necesarios de las Escrituras.
En un mundo que equipara la fe con la alegría y el optimismo, el Salmo 88 afirma que incluso los fieles pueden ser vencidos por el dolor y la depresión. Ese salmo valida el sufrimiento, santifica el clamor, incluso cuando no llega respuesta, e insiste en que la fe a veces significa simplemente soportar.
La mitad de los salmos expresan lamento, pero el Salmo 88 es único en negarse a girar hacia la esperanza. Su rechazo es sagrado. El salmista ora persistentemente a pesar de sentirse abandonado. La creencia, en este caso, no es regocijarse sino sobrevivir. La oscuridad no es infidelidad sino parte de la lucha de la fe.
Los lectores modernos reconocen en el Salmo 88 la voz de la depresión: aislamiento, desesperación, sensación de abandono. La depresión distorsiona la percepción, convenciendo a los pacientes de que no son amados. Sin embargo, el Salmo 88 afirma que tales sentimientos pertenecen a la fe. Deben ser nombrados sin vergüenza.
Las comunidades religiosas a menudo ven erróneamente la depresión como falta de fe, instando a las personas a «orar más» o «estar agradecidas». He escuchado esas palabras de consejo tantas veces que se han dicho a personas tan cercanas a mí. La oración y las Escrituras importan, pero no son sustitutos de la terapia y la atención médica. Así como los pacientes con cáncer necesitan tratamiento, también lo necesitan los que tienen depresión. La enfermedad mental es real, compleja y, a menudo, requiere terapia, medicamentos y apoyo comunitario.
La oración del salmista no es una solución, sino una lucha por la supervivencia, un hilo raído que aún se conecta con Dios. Esta es la fe radical. Lutero habló de Deus absconditus, el Dios oculto que parece ausente pero que obra sin ser visto.1 La crucifixión refleja eso: Jesús clama: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Marcos 15:34), mostrando que incluso la desesperación es terreno sagrado.
¿Cómo debe reaccionar la Iglesia? Primero, necesitamos romper el estigma. La depresión no es un fracaso moral sino una condición médica. En segundo lugar, fomentar la ayuda profesional. Tercero, cultivar la vulnerabilidad. Los líderes que comparten sus luchas desmantelan la vergüenza. Cuarto, encarnar el amor de Dios por aquellos que no pueden sentirlo. La presencia en sí misma puede ser santa: visitar, enviar un mensaje de texto, recordarle a alguien que importa, mantenerlo en nuestras oraciones.
Las iglesias deben ser conscientes de los recursos locales y las líneas de crisis, tratando la derivación como atención pastoral. Buscar ayuda cuando la depresión interfiera con la vida, las relaciones o la esperanza. Incluso si uno se siente indigno, merece ayuda. El Salmo 88 termina en la oscuridad, pero nuestras vidas no tienen por qué hacerlo. La ayuda existe. La esperanza existe. A veces comienza con un paso y decirle a un amigo: «Necesito ayuda».
La fe no niega la oscuridad, pero insiste en que la oscuridad no tendrá la última palabra. El Salmo 88 enseña que la oscuridad no es incompatible con la creencia. Es parte del recorrido, un lugar al que la fe debe viajar. Parte de la fe más profunda se forja en la incertidumbre. Me encanta la cita en Cónclave: «Nuestra fe es una cosa viva precisamente porque camina de la mano de la duda. Si solo hubiera certeza, y si no hubiera duda, no habría misterio y, por lo tanto, no habría necesidad de fe».2
Si bien nuestras creencias enfatizan la salud, a menudo descuidan la salud mental. La Iglesia debe desarrollar una teología de lo quebrantado, reconociendo el dolor y abrazando la duda. Jesús vino por los enfermos, lloró ante la tumba de Lázaro, sudó sangre en Getsemaní y clamó desde la cruz. Su resurrección redime el sufrimiento, pero no lo borra.
Seguir a Cristo es caminar con otros en el dolor, llevar las cargas de los demás y sentarse en la oscuridad susurrando: «No estás solo». El Salmo 88 permanece en las Escrituras porque dice la verdad: a veces la oscuridad es todo lo que vemos. Sin embargo, su inclusión significa que esos momentos no están más allá de Dios.
A los que sufren: no están abandonados. Su dolor no es prueba de la ausencia de Dios. Es uno con el clamor del salmista, la oración de Cristo, el gemido de la creación. A los amigos, familia, de los que sufren: dejen que su presencia les recuerde que el amor permanece, que la ayuda es posible y que no están solos.
La oscuridad puede sentirse como una amiga, pero no es la única. En el cuerpo de Cristo encontramos amigos y familia que se quedan. Y con el tiempo, el Dios que parecía oculto puede volver a verse. Hasta entonces, nos lamentamos, esperamos y no tiramos la toalla.
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Alberto Valenzuela es el director asociado de comunicación y participación comunitaria de la Pacific Union Conference y editor del Recorder.
1 Bobby Grow, Deus Absconditus, «God With Us,» March 26, 2010, https://sdawest.pub/god_with_us
2 Robert Harris, Conclave (New York, Vintage Books, 2024), p. 135.
